Entre libreros y comerciales de distribuidoras hay una cierta chanza recurrente que viene al pelo si ponemos nuestra atención en Vestida de corto, la novela corta de la francesa Marie Gauthier.
La bromita interna —y, antes de que nadie se ofenda, de algo hay que reírse cuando te enfrentas al catálogo de novedades para la siguiente semana, novedades que no sabes dónde colocar— hace referencia a la frecuencia con que los distribuidores, extensión de las editoriales, mencionan que tal o cual libro ha sido galardonado con el Premio Goncourt. El librero acaba con la impresión de que el Goncourt es un poco como las setas en el entorno umbrío de un bosque en otoño: están por todas partes.
El premio Goncourt, distinción literaria de nuestro país francófono vecino desde 1903, tiene algunas características llamativas: no tiene premio económico asociado –salvo que se considere que con diez euros se puede llegar lejos– y se premian obras publicadas en el año. Ni plicas, ni sobres, ni pseudónimos. Pero otra característica es que hay muchos premios Goncourt: además del principal, el de mejor novela, nos encontramos también el de poesía, biografía, juvenil, novela corta o cuento y novela debutante.

Vestida de corto fue la obra seleccionada en la categoría de novela debutante en 2019, aunque bien podría haberlo sido también en la de nouvelle con sus poco más de cien páginas que se leen de un tirón.
La historia, muy reducida al fondo de la cuestión, no tiene demasiado de novedoso: describe el despertar sexual de Félix, un joven de catorce años, y con él su entrada en esa etapa que deja atrás guiños de la niñez y se obsesiona con las taras de la época adulta. Este paso, que es difícil no asociar a cierto trauma, a un nuevo renacimiento, a un despertar de un dulce sueño, ha sido tratado con mucha frecuencia en la literatura universal. Me viene a la cabeza, de golpe, la magnífica Agosto, Octubre, de Andrés Barba.
Tampoco ha de verse como una crítica lo que no es más que la verdad: los temas, en literatura, son escasos y se reducen a un puñado de emociones que se repiten una y otra vez en un bucle sin fin. La diferencia está en la forma, en lo que rodea a ese sentimiento.
En este caso, Marie Gauthier (Annecy, 1977) ha optado por una forma estilística que va a levantar el mismo número de odios que de afectos: la simplificación en el estilo. Simplificar, aunque no lo parezca de entrada, es siempre una apuesta arriesgada: ¿Es capaz el autor de usar un lenguaje más complejo? ¿Es fruto de una meditada decisión o de miedo ante una expresión más barroca? Fosse en su Trilogía usaba un recurso semejante —frases simples, concisas, más centradas en el qué que en el cómo o por qué— pero con un resultado más brillante.
En Gauthier esa decisión parece acompañar a lo simple y bruto de los sentimientos de Félix, jóven e inexperto que se enfrenta a la complejidad de un mundo adulto sin supervisión. Es verano y ha ido a trabajar a un pequeño pueblo francés que funciona como tablas del escenario. Se aloja en la casa de su jefe, donde también vive Gilberte o Gil, una joven de dieciséis años. Los elementos para un erotismo cubierto por el calor estival están sembrados.
Lo más interesante de Vestida de corto es, precisamente, el espacio y el tiempo: lo oclusivo del escenario en el que la tensión se incrementa mientras la temperatura maneja a su antojo; la casa paterna, las carreteras en las que trabajan Félix y su jefe, el supermercado en el hace lo propio Gil y donde se acuesta con el encargado, como también lo hace con muchos hombres maduros sin reflexionar en los peligros que la acechan.
Ella es una Lolita que busca amor en el sexo y cree que es la vía de escape a un futuro que se le antoja asfixiante; él es una suerte de Humbert que se mueve según el antojo de ella, expectante pero lleno de una inocencia que se resquebraja. Ambos inspiran lástima, movidos por las corrientes de los deseos de los demás y aplastados los suyos.
Vestida de corto es una breve novela estival, calurosa, afín a generar el recuerdo en nuestra memoria, falta de un mayor ritmo y orientada a un lector con cierto nivel de paciencia y una expectativa que se mueva más en la forma que en el fondo.