Tengo debilidad por los niños que temen al monstruo en el armario o al monstruo debajo de la cama. Más allá de los miedos infantiles a los que brindamos una sonrisa irónica y unas escasas palabras de consuelo y de golpe de realidad (los monstruos no existen), dejamos de lado la terrible implicación del miedo. Los monstruos no son esos seres ajenos que pululan por la calle, que se ocultan en las sombras de los callejones, que se agazapan en los arbustos bajo las coníferas de los parques. No, no es así. Los monstruos viven cerca, muy cerca, tan cerca que podrían, si quisieran, ocultarse en nuestros armarios, bajo nuestras camas. Los monstruos respiran el mismo aire que nosotros —las mismas bacterias, las mismas partículas de polvo— y generan a su alrededor un ambiente de opresión, de paredes cerradas sin ventanas.
En Ventisca, primera novela de la francesa Marie Vingtras (Renner, 1972) y, por tanto, primera obra suya traducida al español —y ya van tres en lo que va de año—, la sensación de ahogo, de espacio cerrado, es la misma. Y, sin embargo, sucede en la amplia, inhóspita y desangelada Alaska.
Ventisca, el espacio abierto como agente opresor

Robert C. Hansen fue un reconocido asesino en serie que usó el espacio abierto de Alaska como campo de juego y eso también suena a incongruencia. Alaska mantiene, a pesar de que el tiempo no sea apacible, una apariencia de serenidad en el imaginario colectivo, de espacio aún virgen que es salpicado aquí o allá por la presencia humana sin que eso enturbie su desarrollo natural. Imposible escapar de la imagen de Doctor en Alaska.
Vingtras, sin embargo, convierte ese mismo espacio en un tumulto donde se juntan dos factores a un tiempo que corrompen esa imagen: de un lado, una tormenta sin precedentes, la última antes de la entrada de la primavera tras un duro invierno. Una tormenta que es viento huracanado y que levanta paredes de polvo de nieve que impiden que la vista atraviese los espacios; una tormenta que congela en minutos, que amenaza con guiar a quien se atreva a atravesarla a una muerte violenta.
Por otro lado tenemos a cinco adultos —de los que solo escucharemos la voz de cuatro de ellos— que buscan, con mayor o menor ahínco, a un niño que se ha extraviado en medio de este percance metereológico. Cinco adultos que conviven en un pueblo que no es pueblo, que es apenas un puñado de casas salpicando los bosques, decorando con un toque de color el blanco fondo.
Así, con algo tan simple, Ventisca se transforma en un cuarto cerrado, oclusivo y poderoso en el que el espacio reina y sin embargo desaparece de la mente del lector, sumergido en otras mentes, en otras lides. Una de las razones que han esgrimido los libreros Franceses para coronar a Ventisca como novela premiada en 2022 ha sido, precisamente, la construcción de los espacios. Sentirse empequeñecer ante el avance de la naturaleza, anhelar la luz tras las ventanas de una cabaña a lo lejos que invita al calor de la chimenea se hace, por tanto, inevitable.
Un juego psicológico de secretos encubiertos
El otro gran aspecto que se ha destacado es la construcción de los personajes y hay buenas razones para ello. Ventisca se articula en capítulos muy breves —tres, cuatro páginas a lo sumo— en los que el lector salta de mente en mente, de pensamiento en pensamiento, tratando de interiorizar la respuesta a la pregunta que se plantea desde el minuto uno: ¿Qué lleva a cinco adultos a instalarse en una región aislada de todo y de todos, alejada de su pasado, de sus familias, de sus raíces?
Volvemos de nuevo al armario que oculta monstruos que, esta vez, toman forma de dudas, miedos, rencores, odios y secretos que queman el alma, la hieren de forma fatal y obligan a adoptar la huida constante como forma de salir adelante. Una huida que les lleva a un espacio físico que actúa como el fin del mundo metafórico donde poder hacer borrón y cuenta nueva. La ironía del nuevo comienzo y la constatación eterna de que el pasado es inamovible se mezclan en Ventisca para crear una tormenta perfecta, esta vez emocional.
En un juego de vaivenes, Marie Vingtras deja asomar, página a página, las motivaciones que llevaron a los personajes a su situación y lo hace con una precisión temible, sin dejar lugar a dudas pero sin poner en cuestión la capacidad del lector de leer entre líneas, de dilucidar antes de confirmar que no hay peor monstruo que el humano. Es en la revelación de que la naturaleza es nimia en comparación donde emergen los temores de parecerse en algo a su Cole, su Benedict o su Bess: personajes sobrepasados por las circunstancias, puestos en situaciones límites por azar o por un cúmulo de malas decisiones.
En Ventisca funciona todo y ese todo es augurio de presagios oscuros. Ese es el temor que imbuye también al lector, consciente de que el decorado hace mucho y al tiempo se puede obviar. La mente es decorado suficiente para presenciar la caída —y, tal vez, el resurgimiento que llega cual lo hace a primavera— de las máscaras que ocultan lo que somos.