Siempre hemos vivido en el castillo

Entre tanta novedad y por cuestiones laborales admito que se me van quedando por el tintero muchos títulos que me gustaría leer pero que por una u otra causa —mayormente por falta de tiempo— no puedo abarcar. Como librera sí puedo decir una cosa: adoro en cierto modo tanto la campaña de navidad como el verano, cuando las novedades se detienen y tienes unas semanas disponibles para «lo otro», para ese libro que por su extensión no podías abarcar en una jornada normal, para esos clásicos que dejaste pasar. ¿Los dejaste pasar ni tan siquiera habías nacido cuando se publicaron? Es más que probable. 

Uno de esos sonados casos es para mí Shirley Jackson, una autora que, a priori, tiene todo para encandilarme. Al menos de oídas. Fue precisamente en las pasadas navidades cuando pude, por fin, quitarme una espinita de encima. 

shirley Jackson
Shirley Jackson

La opresión del éxito de Shirley Jackson

Shirley Jackson destacó tanto como cuentista como novelista y se especializó en el género de terror, siendo una influencia declarada para autores como Stephen King, Neil Gaiman o Richard Matheson. Despuntó en 1948 con su relato corto, el más popular, La lotería, texto que generó tal desazón en parte del público que le obligó a explicar en parte su significado. Otra de sus obras más destacas —adaptada a la televisión en formato serie— es La maldición de Hill House, publicada en 1959. 

Su vida, plagada de desilusiones y desencuentros, es un arma que usó como recurso narrativo en sus historias y no es poco frecuente encontrar señales, indicaciones que se transparentan a través de los textos. Hija no deseada —su madre hubiera preferido no quedarse embarazada tan pronto tras su matrimonio—, fuera de los cánones de belleza imperantes, casada con el crítico literario crítico literario Stanley Edgar Hyman que la controlaba hasta límites insospechados y le fue infiel en multitud de ocasiones, encontró en su terror una vía de escape. 

Siempre hemos vivido en el castillo  

Siempre hemos vivido en el castillo fue la última novela de Jackson, publicada en 1962, tres años antes de su muerte por infarto debido a su mala salud general. 

Mary Katherine «Merricat» Blackwood vive con su hermana mayor, Constance, y su tío enfermo, Julian, en una gran casa, casi mansión, rodeada de  amplios terrenos y a cierta distancia del pueblo más cercano. Constance lleva seis años sin salir de su hogar y Julián vive en su mundo mental, escribiendo una y otra vez con obsesión desde su silla de ruedas los recuerdos de un incidente que tuvo lugar seis años atrás. Fue entonces cuando  los padres de las dos chicas, su tía y su hermano menor fallecieron envenenados con el arsénico mezclado con azúcar que todos, a excepción de Constance, usaron para endulzar unas bayas en el postre. Esta última fue acusada y juzgada por el asesinato pero fue declarada inocente. 

Es curioso pero la historia comienza en un impasse: la familia que sobrevivió al incidente mantiene una rutina severa, gobernada en apariencia por la mano firme de Constance que con dulzura contiene los vacíos de memoria de Julián y los ataques de Merricat, una joven propensa al descontrol cuando la situación no se ajusta a su visión de la vida. Es, además, una visión que incorpora una cierta dosis de superstición, de magia, con su costumbre de enterrar objetos o desear calamidades mientras recorre con cierto aire asalvajado la finca y se aventura fuera de ella tan solo uno o dos días a la semana para proveerse de aquello que su hogar necesite. 

Un texto en clave femenina

A pesar de que por las páginas de Siempre hemos vivido en el castillo se deslizan personajes masculinos y femeninos, es en ellas en quien se fija toda la atención. El tío Julián, a pesar de necesitar constantes atenciones, está loco y sumergido en un mundo previo a los sucesos que desencadenaron la situación actual de la familia.

El otro miembro de la familia, el primo Charles, es una caricatura del marido de Jackson: llega como un huracán dispuesto a tomar el control de la familia, de sus finanzas, de su forma de actuar, sin atender a las explicaciones de Constance que sabe que la familia pende de un hilo frágil y que su equilibro precario no debe ser alterado si desean aparentar cierta normalidad. A pesar de ello, las dos hermanas son en cierta forma la misma cara de una moneda: Constance encuentra esperanza en Charles y Merricat, una amenaza. 

Es a la fin una historia de mujeres, de necesidades, de secretos y de heridas no curadas por el tiempo que Jackson envuelve con un corsé precioso: el de la casa que tiene algo de mágico, de espacio sin lugar y sin tiempo, de edificio en plástico metido en una bola de nieve. Es en ese aislamiento donde despliega una historia que, si peca de algo, es de ser terriblemente evidente: el lector intuye casi desde el principio qué sucedió seis años atrás y qué puede suceder a partir de este instante bisagra. 

Un espacio lleno de superstición y brujería

Sin embargo, eso apenas tiene importancia. La narrativa de Jackson es delicada pero precisa, crea una ambientación que se apodera con sutilidad del estado de ánimo del lector llevándole a un incremento por la ansiedad. Importa menos qué va a suceder que cómo va suceder. Importa ese espacio, esa cocina en la que el sol alivia los pesares de Constance, importa ese tocón donde Merricat va con su gato para conjurar y creer y tener fe en algo más que en ella misma. La superchería, la magia y la brujería sobrevuelan a las mujeres que son tomadas por locas por los hombres. Ellas saben más, sin embargo. 

Otro de los temas que orbitan la novela es lo extraño visto como lo ajeno, lo de los demás. Es algo que también encaja en la vida personal de Jackson, en su sensación de ostracismo por causas familiares, por su físico, por su afición a la lectura. Es la historia tan manida del nosotros contra ellos, donde ellos son los ciudadanos del pueblo cercano, los que cuchichean y arremeten por lo bajo contra las dos hermanas, los que asumen habladurías y juzgan lo ya juzgado a pesar de las pruebas o, más bien, sin saber interpretarlas de forma correcta.

Una disputa entre lo real y lo irreal 

El lector tiene, es imposible zafarse, una mayor afinidad en lo emocional con la familia aislada, desolada, frente a su afinidad racional. En esa continua disputa sin solución se siente incómodo y eso es uno de los detalles más destacados de la novela, que no puede clasificarse como terror en el sentido más puro. 

Siempre hemos vivido en el castillo es un relato del horror íntimo, del que se oculta puertas adentro de las casas y solo es intuido por los demás. Es una historia de la opresión que lleva a la mujer a la locura enmascarada de felicidad conyugal o, en este caso, fraterno maternal. Es un poderosísimo relato psicológico donde la magia que sobrevuela el texto, la superchería y su contraste con lo contable, con lo físico y lo pudiente, no desmerece en ningún momento. 

  • Título: siempre hemos vividoe en el castillo 
  • Autor: Shirley Jackson (Traducción de Paula Kuffer) 
  • Editorial: Minúscula (más información del libro aquí). 
  • 204 Páginas. 18,50 Euros (formato papel)

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