El Palais de la femme o palacio de la mujer se encuentra en la Rue de la Charonne, en París. Este edifico se construyó en 1910 sobre los cimientos de un convento de monjas dominicanas que llevaba ahí desde el siglo XVII. Concebido inicialmente como un espacio para alojar a hombres solteros en mala condición económica, fue también un hospital militar durante la Primera Guerra Mundial y oficia del Ministerio de Pensiones entre 1918 y 1924.
Pero, a efectos de esta novela de Laetitia Colombini, este edificio comienza su vida en 1926, cuando el Ejército de la Salvación lo compra para ofrecer sus más de seiscientas habitaciones distribuidas en cinco plantas diferentes a mujeres en situación precaria: inmigrantes, refugiadas, adictas, prostitutas, madres solteras, maltratadas, mujeres en resumen desahuciadas por la sociedad que no tienen donde ir.
Las vencedoras y las vencidas reunidas en un mismo espacio
Es este espacio, el del Palacio de las mujeres, el que sirve de nexo para dos relatos, dos historias que Colombini lleva de nuevo a su territorio, el de La trenza, el de la interconexión de relatos femeninos pero no para mujeres, el de sus gritos y sus lamentos, sus debilidades y sus fortalezas. Tal vez lo hace aquí de forma más depurada que en su ópera prima, tal vez ha dejado de lado lo accesorio para sumergirse de pleno en la historia real, para meter el dedo en la llaga.
El Palacio de las mujeres, aún sin ese nombre en 1925, es el espacio con el que Colombini reivindica la figura de Blanche Peyron. No existe según la Wikipedia en español —como tantas y tantas otras—; su presencia en la edición francesa no es tampoco prolija: apenas un par de párrafos para mencionar su alistamiento desde joven al Ejército de la salvación, por aquel entonces entidad desprestigiada por las autoridades y cuyos miembros sufrieron agresiones e incluso la muerte, y, lo más importante, su enorme esfuerzo para hacerse con el edificio que ocuparía el Palacio de las mujeres, un proyecto visionario que Colombini toma como hilo conductor.
La autora se refugia en la mente de esta mujer, en sus problemas físicos que deja a un lado porque siempre hay alguien más a quien ayudar, algo más que se puede pedir, arreglar, suplicar, defender con dientes y garras; algo que se basa en una empatía profunda y en un cierto desprecio por el yo cuando Peyron antepone el otro a su propia existencia. Un viaje físico y emocional en el que cuenta con la ayuda de su marido.

El antes y el después, el mismo dolor en la mujer
Frente a esta visión del París de 1925, el París actual. En la ciudad, Solène, una abogada exitosa que se enfrenta a una crisis personal cuando se suicida uno de los clientes de su bufete al perder un caso. De repente se encuentra sumergida en plena depresión, aislada en su apartamento del lujo, tomando somníferos para poder dormir y ansiolíticos para poder levantarse por las mañanas.
Este personaje no es ajeno a Colombini. Asemeja a Sarah, la abogada canadiense de su primera novela. De nuevo mujeres pertenecientes a un sector alto de la sociedad, capaces, formadas, con recursos económicos y los contactos necesarios que les han permitido triunfar. De nuevo, el vacío. ¿Qué es necesario para sentir plenitud en la vida? De nuevo la misma respuesta: dejar de mirarnos en el espejo y empezar a observar lo que nos rodea. De nuevo la empatía frente al egoísmo, de nuevo la crisis del yo.
En el caso de Solène, su resurgimiento surge de la mano de su psiquiatra. El consejo de buscar alguna actividad de voluntariado que le ayude a salir de la situación de extenuación mental se topa con un anuncio en el que se solicita un «escribiente».
Así es como acaba trabajando un día a la semana en el Palacio de las mujeres, dando voz escrita a aquellas que no saben escribir, no dominan el idioma o no conocen los cauces para reclamar lo que consideran justo.
El horror que rodea la unión entre mujeres.
Las vencedoras es el relato de la resistencia. Junto a Blanche y a Peyron se cuela el horror de mujeres que han sufrido lo indecible, que dejan nuestros problemas del primer mundo como algo de lo que nos deberíamos avergonzar, y que aún así creen que tienen derecho a seguir viviendo, a seguir reclamando unas condiciones dignas.
Colombini repite, como decía, la misma fórmula que ya usó en La trenza pero lo hace mejor. Mejor encaje entre historias, más habilidad narrativa y una capacidad de síntesis que lleva a que las apenas doscientas páginas se lean como un suspiro y duelan: duele cada historia de cada mujer que aparece en sus páginas.
Las vencedoras es una historia de mujeres pero no para que la lean las mujeres —porque a ninguna cogerá por sorpresa lo que narran sus páginas—; es una novela sobre la empatía, sobre la sororidad si se quiere poner en valor el ahora tan manido término. Es una historia dura que abre al final un rayo a la esperanza del ser humano y de la sociedad que forma.