El fin de año anuncia una carrera imparable de premios: el Nacional de Narrativa, sin ir más lejos, ha recaído en Leonardo Padura; el Princesa de Asturias en Juan Mayorga. Hablamos de la narrativa, claro. Por eso, por apartarme un poco del camino establecido es un placer leer uno de los que van a ser mis libros del año. La rastra es una obra que, esta no, no tiene premio, aunque su autora sí los ha recibido en su carrera.
Joy Williams (Massachusetts, 1954) es novelista, ensayista y cuentista estadounidense. Ha publicado cinco novelas, incluidas Los vivos y los muertos, finalista del Premio Pulitzer, y Estado de gracia, finalista del National Book Award. Es además autora de cuatro libros de relatos, reunidos en español en el volumen Cuentos escogidos, publicados en Seix Barral y de Ill Nature, un libro de ensayos con los que hace un llamamiento a actuar ante la actual crisis medioambiental.
En nuestro país tenemos la suerte —suerte para mí sobre todo, porque ahora mismo estoy deseando leerlos— de que la editorial Alpha Decay ha editado en España tanto Los Vivos y los muertos, como Estado de gracia y El hijo cambiado, con traducciones de David Paradela y Albert Fuentes. Pero la novela de la que voy a hablar hoy es su última obra publicada en nuestro país a cargo de la editorial Seix Barral y con traducción de Javier Calvo: La rastra.

La rastra: futuro distópico o pasado imposible de arreglar
Joy Williams llevaba más de veinte años sin publicar una novela cuando en 2021 ha visto la luz La rastra. Es una novela bastante atípica y oclusiva que nos traslada a un espacio temporal que ya, de entrada, puede resultar confuso. Estamos tal vez ante un posible futuro cercano asediado por un desastre medioambiental, por lo que nos moveríamos en el marco de lo apocalípticamente premonitorio o, tal vez, se plantea desde un pasado también cercano, en cuyo caso la sensación de irreversibilidad es aún más triste.
Protagoniza la historia Khristen una adolescente de un colegio de jóvenes prodigiosos. Su madre la internó ahí convencida de que de pequeña había tenido una experiencia próxima a la muerte y por eso estaba dotada de dones especiales, algo que la joven no parece compartir. En un momento crítico en el que parece que todo está cayendo en pedazos, Khristen decide huir y buscar a su madre en el resort de lujo donde fue vista por última vez.
Fragmentar el texto y rebuscar en los escombros
La rastra es una novela en la que Williams trabaja, como es habitual en ella, en dos de sus grandes temas. Por un lado desgrana una relación entre madre e hija que en este caso es un hilo roto que se mantiene más en el recuerdo que en la historia y que sirve como excusa para plantear otros temas. Khristen busca una referencia, un modo de aferrarse a una realidad que se está desmoronando en una tierra devorada por el polvo gris.
Por otra parte, Joy Williams lleva desde desde sus primeros trabajos publicados a principios de los setenta, tanto en ficción como en no ficción, remarcando un potente mensaje de compromiso con la naturaleza y ecologismo que es aquí, en especial a partir de la mitad de la historia cuando ésta se asienta en el espacio físico del resort, el nudo principal de la historia.
La rastra ejerce un fascinante poder de atracción porque ofrece un estilo narrativo muy fragmentado, extraño, como si faltasen palabras en las frases en los párrafos, como si el texto estuviera entrecortado y fuera necesario completar los espacios de lo que la autora nos está contando. Recuerda, en ese aspecto al estilo áspero, cortante de La carretera de Cormac McCarthy por esa narración tan incompleta y la tiempo tan directa.
Humor ácido, una América deconstruida y un problema por resolver
También me retrotrae a esa novela por nos sumerge en una América deconstruida, donde no sabemos exactamente qué ha sucedido y que está poblada de individuos que parecen anclados en un momento, en unas motivaciones, congelados sin asimilar que el aire es irrespirable, que el moho y la humedad se están apropiando de las superficies y cada vez hay menos espacio para ellos. Sus diálogos recuerdan a un PNJ en su modalidad más básica: un loro que repite una y otra vez el mismo discurso sin atender a los cambios que se producen a su alrededor.
Por si eso fuera poco, las conversaciones entre los personajes tienen también un tinte surrealista, absurdo, que hay quien compara con Kafka o con Samuel Beckett. En resort Khristen encuentra un grupo de ancianos que se mueren por achaques de la edad pero no dejan de planear atentados contra empresas químicas, fabricantes de armas y cualquiera a quien consideren responsable de la situación del planeta.
—¡Disney World! […]
—La fantasía megatecnológica de un consumo glorificado y constante en mundos utópicos y controlados que preparan psicológicamente a la gente para la vida en unos entornos artificiales despojados de naturaleza nunca ha sido más popular.
Un final a la altura de una cuestionable distopía
La realidad que muestra La rastra es una completa y devastadora separación entre la naturaleza y los seres humanos, y eso duele y obliga a repensar nuestro papel en el sistema ecológico, nos enfrenta a nuestro papel de verdugos sin piedad que miran sin cesar a su ombligo mientras talan el último árbol en la ciudad.
Todo esto lo cuenta Joy Williams en La rastra desde la perspectiva de una adolescente que en ocasiones parece mucho más adulta que quienes se mueven a su alrededor y que al lector le parece la única ancla a la que se puede aferrar en un torbellino caótico de personajes, espacios laberínticos y vacíos. Un caos que, según llega el final, se intensifica, se transforma en oleaje de tormenta y obliga al lector a repensar la novela desde la primera página. Una genialidad no apta para todos los paladares pero que no puede dejar indiferente.
Por cierto, si hay alguien ahí que sepa a qué rastra hace alusión la novela, que lo cuente.