El rey recibe es la novela que Eduardo Mendoza presentó en rueda de prensa en Bilbao como un comienzo y un final. Dice, con humildad, que, después de ganar el Cervantes, hay que ir preparando la retirada, recoger y poner un colofón a su carrera «con elegancia». Lo dice sin ápice de tristeza aunque pensemos que la carrera de un escritor está limitada solo por su capacidad mental —para otros aspectos de su trabajo siempre hay tecnología—.
Sin embargo, al mismo tiempo, se presenta esta historia —Historia con mayúscula novelada con toques de autobiografía y una mezcla compleja entre lo subjetivo y lo objetivo—como el tomo inicial de una trilogía que aún está por escribirse. Yo espero que sea una trilogía, comenta. El proyecto está planteado pero se acabará o no. Estoy trabajando en la segunda parte en la que avanzaré hasta el final del siglo XX. El límite lo pondrá Internet porque, más allá, las redes sociales me pillan encogido, no sé cómo funcionan y no por eso no me veo capaz de hablar de ellas. Me paro en el ordenador personal.
Mientras se ve si llega o no llega, el primer volumen ya está a la venta: El rey recibe. No leía a Mendoza desde la universidad. Recuerdo lo mucho que disfruté con sus obras de tono irónico, humorístico: con su detective sin nombre, claro, pero también y sobre todo, con Sin noticias de Gurb. No recuerdo por qué dejé de leerle. No creo que se debiera a alguna sonada decepción sino, más bien, a que empecé a ampliar mis miras en la literatura y quedó arrinconado por autores más novedosos para mí.

No es esta una novela que se enmarque entre las «de risas», en contraposición a sus trabajos más serios. La ironía se deja traslucir en el título, porque el rey, en realidad, no es rey ni recibe a nadie.
Pero, si empezamos por el principio, Eduardo Mendoza nos trae una historia que es, a su vez, un compendio de sucesos relevantes en la Historia, la de España pero también la mundial. Todo ello a través de hechos puntuales, marginales en ocasiones, vistos desde el punto de vista de un periodista que no es periodista —algo no tan extraño en los años en los que se desarrolla la novela, entre 1968 y 1973—.
Los que escribimos tenemos que dejar constancia del tiempo vivido de una manera u otra, explica Mendoza. Elegir la ficción me permitía hacer que el personaje viviera cada momento sin saber lo que iba a pasar, sin saber si iba a ser trascendente o no.
En El rey recibe coinciden así reflexiones sobre la evolución de la prensa rosa, pero también sobre el feminismo —en Nueva York estaban ya en lo que se denominó la tercera ola, pasando de conceptos básicos a un aspecto mucho más práctico—, el movimiento gay más asentado en los aspectos culturales que en los políticos, corrientes políticas como el anarquismo o el comunismo, la situación de países integrados en el socialismo soviético, el caso Watergate… unos y otros, con mayor o menor importancia vistos en perspectiva, se pasean entre las páginas. Mientras, el periodista va dando tumbos, desplazándose por el mundo como espectador de un mundo que no concibe como suyo, que le provoca extrañeza y una falta de sentimiento de pertenencia.
Es la parte referente al rey la más floja, en especial en el tramo final donde la historia desbarra —a pesar de quedar en suspense, porque es una novela inacabada a la espera de las que vendrán— y se pierde. Se desvía así de un propósito que no es más que equiparar la historia del periodista con la del escritor. El personaje no soy yo, pero es hijo mío, como todos. Compartimos tiempo y espacio. Queda por ver si ese personaje llevará al lector a buen puerto, o le continuará mareando por los acontecimientos, haciendo de El rey recibe una crónica a ratos con tintes de veracidad, a ratos con un poso de fantasía mal disimulada.
Tal vez, la parte más interesante sea la del propio protagonista, visto desde una perspectiva profesional. Acaba en una redacción de un periódico por casualidad. El periodismo es una de las cosas que más ha evolucionado. He querido homenajear lo importante de la labor que ha desempeñado en la historia. Al principio estaba «amordazado», tenía un papel informativo pero difícilmente creaba opinión, algo que fue cambiando: se empezaron a manifestar tendencias, ideologías… Ahora está en una fase nueva que no sabemos bien en qué consiste. La novela se descubre por un buen puñado de crónicas inventadas, copiadas de periódicos extranjeros si el periodista tenía a bien conocer idiomas.
En aquella nueva etapa de su vida se esforzaba por hacer del periódico un órgano de información y difusión mas que de manipulación y propaganda, objetivo que sólo conseguía en una parte mínima pero suficiente para justificarse ante el prójimo y ante su propia conciencia. […]; en ocasiones se consideraba un héroe, en otras, un cobarde, y siempre, un fracasado.
Periodismo es todo lo que será menos interesante mañana que hoy.
Queda por decidir si Eduardo Mendoza consigue lo que se propone. Quedan párrafos para la reflexión, sí, pero también otros que resultan aleatorios y extraños. Porque esa visión –inconclusa, y eso no pasa desapercibido— de la historia es tan particular y unipersonal que hace complejo conectar con cada escena, cuando muchas de ellas pueden resultar extrañas por desconocidas, o incluso, tal vez, ofensivas por inadecuadas desde otros puntos de vista.
