Tiempo de espera

Mira el reloj con insistencia, cada veinte segundos que parecen cinco minutos, sosteniendo en su mano derecha un cigarrillo que se consume al aire. La cadencia del tiempo no sigue hoy un ritmo adecuado. El tic tac que marca el segundero de su reloj parece ir más deprisa que la pantalla que anuncia que aún faltan veinte minutos para la llegada del autobús. Conforme llega el momento la temperatura parece bajar a razón de un grado por minuto. En ese momento siente un odio absurdo hacia Pablo, hacia ella misma, hacia su decisión de haberle prestado el coche en una noche donde todo parece torcerse por segundos. De pie, apoyada en un poste que marca la posición de la parada de autobús, se siente sola, desnuda e indefensa, incapaz de controlar su vida, a merced de lo que dicten los caprichosos horarios de autobuses, trenes, metros o tranvías. Mientras trata de despositar algo de fe en esa maquinaria compleja que conforma la red de transportes de su ciudad, se desespera ante la imposibilidad de que la lleve de un sitio a otro con cumplida puntualidad.

No cabía en ella admitir que añoraba su pequeño pedazo de chatarra, su traga-gasolina que se estropeaba cada dos por tres: cuando no fallaba una bujía, se rajaba el radiador, cuando no reventaba una rueda, fallaba el contacto. El día menos problemático era aquel en el que se quedaba sin limpiador para el parabrisas, a pesar de estar segura de haber rellenado el depósito la semana anterior. La protección que ofrecía frente al tiempo era al menos más confortable que la que le daba ese poste rematado en una cornisa de plexiglás, como si el viento no arrastrara las gotas de lluvia y éstas no dejaran de caer de forma vertical para dibujar estrañas trayectorias en el aire que acababan, como no podía ser de otra forma, en su cara. La lluvia, ligera, escasa, fina como granos de harina, estaba dejando lugar a gotas plomizas, duras, llenas de ira, enfadadas con  todo y con todos, intentando demoler con su impacto árboles, vallas e incluso derribarla.

Como si la espera y la lluvia no fueran suficientes, empezaba a hacer mella el aburrimiento. Las ráfagas no le dejaban sacar ese libro sempiterno que siempre llevaba en el bolso para esas situaciones, para las colas en la ventanilla de una administración, las salas de espera del hospital, los tiempos muertos apoyada en una pared o sentada en un banco esperando a que Pablo hiciera acto de presencia. Una pequeña novela ligera, de tintes románticos, con la cubierta rozada, desgastada por el choque con llaves, cartera y neceser; una historia que nunca terminaría de leer y que estaba ahí más por rutina que porque realmente le interesara. Un objeto para el que no terminaba de encontrar un sitio adecuado y del que no quería desprenderse, no sabía bien si porque, en el fondo, admiraba a quien fuera capaz de crear historias de más de diez páginas, por muy malas que fueran, o porque se lamentaba de haber desperdiciado una pequeña cantidad en un entretenimiento tan absurdo. Tampoco podría leer, con toda probabilidad, una vez subiera al autobús, en una línea atestada, infradimensionada, en la que tendría que luchar incluso para despegar sus brazos del cuerpo y sería imposible poder sostener ante sus ojos el volumen cuarteado. Quedaba desbancado el mito de que el transporte público es un precursor de la cultura.

El cigarro se terminó de consumir entre sus dedos y se acercó a una zanja a unos metros para enterrarlo entre la tierra mojada y encender otro, el último del paquete, aprovechando la cobertura de una excavadora naranja que parecía haber llegado ahí para morir en soledad. Al tercer intento el mechero se decidió a suministrar una débil llama. Con la mente perdida en preocupaciones, agobios y disgustos que tejían una niebla espesa que la aislaba del exterior, se dirigió de nuevo al poste con calma, sin levantar la cabeza hasta llegar al mismo, en un intento por protegerse del clima. Entonces sus ojos se fijan en un letrero negro, con unos números formados con luces anaranjadas, que remataba esa característica carrocería roja. Se intuía el treinta y dos, aunque el final del dos no terminara de iluminarse más que a parpadeos. La desolación y el abatimiento se cernieron sobre ella, aunque en el fondo intuyó un poso de mala suerte, de destino mal entendido. Su autobús se acababa de ir sin tenerla en cuenta. Ante ella sólo restaba más espera, más lluvia, más soledad. Al menos ahora tendría tiempo para encontrar un estanco.

Fotografía:  exwyzee (MorgueFile con licencia Creative Commons BY-2.0)

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