Los pies fantasmales

Los pies fantasmales es un relato más largo de lo que suelo publicar en Relatos en Construcción. Así que, si lo prefieres, puedes leerlo en formato PDF. Solo tienes que clicar en la siguiente imagen para descargarlo. ¡Espero que lo disfrutes!

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Siempre me he fijado en esos zapatos —suelen ser zapatillas de deporte en realidad— que cuelgan de cables de la red eléctrica anudados entre si por sus cordones. Pueden aparecer en cualquier sitio: en ciudades de millones de habitantes o en pequeños pueblos donde todos se conocen, sin que en ningún caso nadie pueda identificar al dueño de tan osado calzado.

Frente a mi ventana hay un cable que conecta la red de mi edificio con la del de enfrente. Es un hilo magnetizado que me molesta por muchas y variadas razones: en primer lugar, porque afea las vistas desde mi inmueble y eso influye, no tengo ninguna duda, en su valor de mercado. En segundo lugar, me provoca cierta aprehensión que esos cables puedan provocarme alguna enfermedad. Se habla mucho de la conexión entre el cáncer y las torres eléctricas y siempre he tenido tendencias hipocondríacas. Sé que no hay ningún estudio que demuestre esta relación causa-efecto con firmeza, pero tampoco hay ninguno que lo niegue. En tercer lugar, este cable siempre me ha parecido una vía de entrada no deseada a mi casa. ¿Quién me dice que no hay algún ladrón ágil que pueda trepar por el soporte que guía el cable a lo largo de mi fachada, para finalmente descolgarse y entrar por mi ventana? ¿Es algo tan descabellado? Cosas más raras he leído en los periódicos.

Empecé a investigar sobre la cuestión de los zapatos colgantes después de encontrar el primer par a escasos dos metros de mi casa.

Eran aquellos un par de zapatos de corte masculino, tipo Oxford, y sin duda de calidad. Su color era verde oliva oscuro, poco habitual entre quienes calzaban ese tipo de prendas, a menos que quisieran ser tachados de excéntricos. Los cordones eran del mismo color de los zapatos y, en lugar de redondos, de corte cuadrado, lo que, como todo el mundo sabe, dificulta atarlos y tienden a soltarse con bastante facilidad, a menos que quien los lleve sepa anudar zapatos con nudos de estilo naval. Además tendían a desgastarse con mayor rapidez, lo que hacía necesario disponer de un recambio para ese momento en que los cordones terminaban por romperse.

Sin saber bien qué hacer, decidí llamar al servicio de limpieza municipal. Llamar a emergencias por unos zapatos me pareció excesivo. Tomaron nota con amabilidad y apenas un par de días después llegó un camión con una plataforma elevadora, de las que se usa en primavera para podar el exceso de ramas en los árboles y en diciembre para colgar las luces de Navidad. Un operario ataviado con unos guantes aislantes muy gruesos retiró los zapatos, metiéndolos en una bolsa de plástico.

Me puse por curiosidad a buscar a qué se debía esa necesidad de abandonar el calzado en cables y tendederos. Por lo que pude encontrar, aunque las referencias estaban poco contrastadas y cambiaban según la fuente, el fenómeno tenía, como no podía ser de otra forma, el término inglés show tossing y su origen yacía en los barrios marginales de los Estados Unidos. Las dudosas conjeturas que apuntaban una explicación, iban desde marcar el territorio de una pandilla hasta señalar la situación de una vivienda susceptible de ser robada —aspecto este que me animó a contratar una alarma de seguridad, por si las moscas—; desde avisar del lugar de un tiroteo policial, hasta señalar aquel donde ha tenido lugar un glorioso momento deportivo de la ciudad; desde remarcar alguna celebración como una boda o una graduación, hasta la finalización del servicio militar, en cuyo caso lo que se colgaba eran las botas. En España éste último punto se considera el más significativo, sobre todo en los años noventa. Como en tantas otras cosas, nos limitamos a importar costumbres de otros, ridículas como en este caso, tarde y mal.

Dejé mi investigación en ese punto, fantaseando con la idea de que mi par de elegantes zapatos había acabado allí por obra de un estudiante recién doctorado. Eso quería creer al menos mi urgencia por calmar mis nervios.

Dos semanas más tarde un nuevo par de zapatos hizo su aparición en el cable. Un nuevo par de zapatos, no: era exactamente el mismo modelo. No podía jurar que fueran del mismo número, pero estaba claro que era el mismo diseño, con su dibujo taladrado en la punta y su color oliváceo. Al principio pensé que sería una broma de los de la limpieza y llamé bastante mosqueado al ayuntamiento. En respuesta a mis malos modos, me gruñeron que ellos no tenían tiempo ni ganas de andarse con tonterías, y que mandarían de nuevo al servicio de recogida. Pasó dos días más tarde y retiró el segundo juego de Oxford.

Para entonces yo empezaba a estar un poco tenso. Cada vez que pasaba por la ventana, la de la habitación de invitados, echaba un vistazo al cable. La verdad es que nadie había usado de ese cuarto salvo yo en una ocasión que llegué borracho perdido a casa y me equivoqué de cama. Nadie había venido a visitarme, a excepción de mi madre, a los tres meses de mudarme, que se limitó a mirarlo todo y reprocharme la decoración, la limpieza y la escasez de frutas y verduras en la nevera. Con tan poco trasiego la habitación había terminado por convertirse en un espacio multiuso, sobre todo un trastero de útiles inservibles, como la bicicleta estática que no usé más de cinco veces y que servía ahora para apoyar en el sillín las toallas limpias antes de meterlas en sus respectivos armarios. También dejé ahí el ordenador de sobremesa que jubilé al comprar un portátil, sin decidirme nunca a tirarlo o regalarlo.

Ante la ansiedad de no saber qué estaba pasando, decidí mudarme de habitación. Todos los trastos pasaron al que hasta ahora había sido mi dormitorio y empecé a dormir en la habitación de la ventana con vistas al cableado eléctrico.

Pasaron otras tres semanas sin más sobresaltos, pero un sábado, cuando volvía a casa, se me ocurrió mirar hacia arriba desde el portal, mientras introducía la llave en la cerradura, y de nuevo los vi. Subí corriendo las escaleras hasta mi apartamento de tres en tres, dejé caer mi bolsa nada más cruzar la puerta, y me abalancé a la habitación. Ahí estaban, limpios y relucientes: unos zapatos Oxford color verde oliva. Sin ganas de que el servicio de limpieza me tomara por loco o empezara a sospechar que los dejaba ahí a propósito en un intento desesperado de llamar la atención, los cogí yo mismo. Con unas tenazas de cocina atadas al palo de la fregona, conseguí una herramienta lo suficientemente larga como para enganchar con ella el cordón entre los dos zapatos y levantarlos. Para evitar llevarme una descarga me atavié con dos pares de guantes de plástico de fregar superpuestos. Después de varios intentos logré recogerlos y los dejé sin tan siquiera tocarlos encima de una cómoda. Los observaba de reojo mientras me quitaba los guantes. Sospechaba que, de apartar la vista de ellos un solo instante, desaparecerían del mueble y reaparecerían colgados en el cable.

Me daba miedo que descargaran en mí algo de la electricidad con la que se habían cargado en ese cable. En mi hipocondría sentía la estática circular por la habitación, arremolinándose alrededor de mi cuerpo. La sentía como un ente con voluntad propia que se acercaba a mi y me olisqueaba como un animal buscando una presa.

Pero los zapatos no se movían. Tras quedarme mirándolos durante varios minutos, decidí tocarlos. Cogí el derecho en mis manos y lo observé con mucha atención, como si nunca antes hubiera visto uno y necesitara de todos mis sentidos para hacerme una idea de lo que era. Sopesé el zapato lanzándolo unos milímetros al aire y recogiéndolo de nuevo varias veces. No me parecía que tuviera un peso extraordinario, pero por si acaso fui a la cocina a por la balanza: un kilo trescientos ochenta y cinco gramos. El zapato izquierdo pesaba unos quince gramos menos, pero no me pareció relevante. Las suelas tenían algo de desgaste, no demasiado profundo, aún quedaban trazas del brillo original al salir de la tienda, si es que era de una tienda de donde había salido. No había chicles pegados, ni briznas de hierba, ni tampoco aprecié variedades extrañas de esas semillas, tierra o tejidos que dan pistas a los criminólogos de la tele cuando quieren saber el origen de algo. A lo sumo me pareció advertir una microscópica partícula de algo que podría ser un neumático, pero es posible que fuera cosa de mi imaginación. Los cordones estaban, como había supuesto al verlos colgando en la ventana, en muy buenas condiciones, lo que venía a confirmar el poco uso del zapato. No había marcas en la puntera ni tampoco en el talón. Tan solo los afeaban un par de rasguños en la cara interna de cada zapato que atribuí, dadas las circunstancias, al roce al chocar entre sí mecidos por las corrientes de aire.

El único dato adicional que pude sacar de los zapatos era que pertenecían a alguien que calzaba un cuarenta y tres y que no le olían los pies, si bien esto no era definitivo porque no sabía cuántas horas llevaban ventilándose antes de que yo los recogiera. También deduje que su anterior dueño llevaba calcetines negros de lana, porque habían quedado algunas fibras de ese color adheridas al cuero interior.

En definitiva, no tenía ningún dato útil para saber de dónde habían salido esos zapatos. Decidí guardarlos en el armario superior derecho del mueble del dormitorio y hacer guardia frente a la ventana para descubrir si aparecía un nuevo par. Me mantuve firme durante todo el fin de semana, llegando en mi falta de lucidez a pedir un par de días libres en la oficina para continuar apostado frente a la ventana hasta el martes. Pero no hubo más movimiento en el cable que un par de palomas que lo usaron dejando caer sus ácidas deposiciones sobre las cabezas de despistados transeúntes. Apenas me movía de la silla donde estaba sentado, porque había comprobado que las posibilidades de dar alguna que otra cabezada involuntaria aumentaban proporcionalmente al tiempo que pasaba tumbado en la cama. Iba al baño lo absolutamente necesario, descartando banalidades tales como lavarme la cara o las manos, cepillarme los dientes o incluso ducharme. Sólo causas de fuerza mayor me llevaban al retrete, tratando siempre de abreviar todo lo que mi cuerpo me permitía. Lo mismo podía decir de comer: junto a la silla había dejado una buena provisión de latas de conservas y botes de legumbres, que podían ser engullidas sin necesidad de calentarlas.

Al quinto día desistí y me arrastré con desgana al baño para mejorar mi higiene personal e ir al trabajo. Pero no conseguía quitar la imagen del cable de mi mente: era capaz de señalar cada muesca, cada curvatura extraña provocada por el tiempo que el cable había permanecido enrollado en su bobina antes de formar parte del entramado eléctrico de la ciudad. Me engañaba diciendo que habían sido casualidades, que era un fenómeno extraño, una historieta que le contaría algún día a mis hijos o a mis amigos, sobre la que haríamos conjeturas entre risas y bebidas. Pero era evidente que no era la verdad. Cuando llegara a casa desde la oficina, sabía perfectamente lo que iba a encontrar. En efecto, allí estaban: un par de zapatos Oxford verde oliváceos. Los vi una manzana antes de llegar a mi portal, fue el primer lugar al que miré al doblar la esquina de la plaza Coronel Sánchez. Me paré en seco en medio de un paso de cebra, con el consiguiente pitido por parte de todos los coches que lograron sortearme. Al final me puse en macha con un único objetivo de comprobar si eran los mismos zapatos que había dejado en el armario, si alguien había, tal y como sospechaba, entrado en mi casa para cogerlos del altillo y dejarlos nuevamente en el cable.

No podía estar más equivocado: los zapatos seguían exactamente en su sitio y en la ventana colgaba un nuevo par que me apresuré a recoger: las mismas marcas, el mismo desgaste, las mismas motas de tejido negro en el interior. Eran clones exactos del par guardado. Incluso las marcas del roce entre ambos eran iguales. Saqué del viejo buró que había heredado de mi padre una lupa enorme y revisé los dos pares milímetro a milímetro, una y otra vez, hasta estar seguro de que no había ninguna diferencia entre ambos.

Lo dejé junto al primero. No sabía qué pensar. ¿Quién podría tomarse la molestia de gastar una broma tan pesada sin ningún objetivo concreto? No conocía a nadie que tuviera interés en molestarme hasta ese punto. Mi círculo de amistades era reducido y predecible y me había cuidado de forjarme algún enemigo en el trabajo. Mi delirio me llevó a pensar en situaciones dantescas: ¿Estaría enfadado el panadero por aquella vez que le dejé a deber seis céntimos y tardé tres días en pagarle? ¿Le había contestado con malas maneras en alguna ocasión al camarero que me servía de forma tan diligente un café cortado con leche de soja cada mañana? ¿Me había chocado con alguien desequilibrado en la calle, soltando a continuación algún insulto o improperio que le llevara a seguirme hasta mi casa y tramar un plan para volverme loco?

Nada tenía sentido, y sin embargo eran las únicas causas que podían justificar lo que estaba sucediendo, porque no había razón plausible que diera explicación a un eterno par de zapatos colgantes sin pies asignados.

Los metí en el armario junto a los otros, y comencé a cavilar sobre la posibilidad de mudarme a otro piso, pero lo deseché con rapidez porque mi situación económica no me lo permitía. La única solución que pude tomar a corto plazo fue buscar en internet un instalador de rejas para todas las ventanas de la casa, que quedaron perfectamente colocadas y fijadas al día siguiente. Aunque les daban a las habitaciones cierto aspecto de celdas, podían abrirse desde dentro, parecían más postigos que otra cosa, lo que me permitió seguir recogiendo zapatos.

Porque los zapatos seguían llegando. Par tras par, todos ellos idénticos entre sí, aparecían sin descanso en el cable frente a mi ventana. No importaba que lloviera, hiciera viento o un sol. Los zapatos seguían haciendo acto de presencia, a un ritmo cada vez más acelerado. Si entre el primer par y el segundo había trascurrido más de una semana, y entre el segundo y el tercero siete días exactos, el ritmo se iba incrementando exponencialmente y entre los dos últimos, el número dieciséis y el número diecisiete para más datos, sólo habían transcurrido unas treinta y seis horas. Y a pesar de eso, aún no había sido capaz de ver en qué momento los zapatos hacían aparición. Siempre sucedía cuando iba al baño, o mientras estaba en el trabajo, o cuando el mensajero me traía la comida o la cena y tenía que ir a firmar la entrega. Cuando volvía a la silla, los zapatos ya estaban allí.

El ritmo no era lo único que había cambiado. Al principio no me di cuenta, pero también había un desplazamiento de los zapatos por el cable. Las primeras veces tuve que recurrir a mi herramienta formada por el palo de fregona y las pinzas, pero llegó un momento en que sólo con las pinzas fui capaz de alcanzar los cordones y tirar de ellos para recogerlos. El altillo del armario hacía tiempo que había dado de sí toda su capacidad, y los zapatos se acumulaban ahora en el suelo, junto a la cama. Ya ni siquiera los examinaba: sabía con seguridad que eran idénticos a los que ya tenía y a los que estaban por llegar. Porque ya no dudaba de que seguirían llegando hasta volverme loco, hasta que no quedase en mí un hilo de cordura.

Los zapatos seguían aproximándose a mi ventana. Una mañana llegué a la conclusión de que no necesitaba la pinza para recogerlos. Con estirarme un poco sobre el alfeizar de la ventana sería suficiente. Un poco, otro poco, un poco más. mis dedos agitándose nerviosos intentando enganchar con pericia un extremo de los cordones para poder tirar de ellos sin tocar el cable. Todos los tendones de mi brazo en tensión, obligándose a crecer unas micras más, seguros de que lo lograría. Un poco más, sólo un poco más para llegar al vigésimo par de zapatos Oxford verdes.

Y entonces fue cuando noté un fuerte empujón en mi espalda.

Fotografía: West Point – The U.S. Military Academy (Flickr con licencia Creative Commons BY-2.0)

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