–La tenía en mis manos: pequeña, ligera, de un brillante y llamativo color rojo, lista para ser usada. Y de repente ya no estaba. Un objeto sin vida jugando a suicidarse. Ahí empezó el ridículo baile por la cocina. Tenías que haberme visto. Saltaba de mano en mano, como una patata caliente, se deslizaba, me tomaba el pelo de forma descarada. Yo creo que la culpa era de que acababa de fregar los cacharros y todavía tenía restos de jabón en las manos. Antes de conseguir aferrarla con la izquierda, nada más rozar con su plastificada superficie las anquilosadas arrugas de mi palma, rebotó como si fuera una pulga y vuelta a levantar la cabeza buscando su rastro en el aire. Cuando en lugar de caer de pie lo hacía sobre un lado, se las ingeniaba para hundir en mí su corazón metálico, dejando pequeñas magulladuras allí donde la piel se levantaba, sumisa. Estaba tan absorta en su pícara danza, que no me di cuenta de que me arrastraba, salto a salto, hacia la ventana. Me engañaba, la muy ladina. Un paso hacia la puerta, dos hacia la ventana. Uno hacia el microondas, dos hacia la nevera, tres hacia la ventana. Era implacable en su trayectoria. Y yo seguía su compás, describiendo un circuito macabro, sumergida en un laberinto con una sola salida.
Cuando ya creía tenerla bajo control y haber descubierto su método, dio un salto final hacia adelante y se precipitó en el vano de la ventana.
–¿Y qué hiciste?
–Me lancé a por ella. Bueno, lanzarse tal vez sea un verbo exagerado. Era consciente de que la ventana estaba abierta. Pero sí que di una zancada y asomé medio cuerpo en el vacío en un último esfuerzo por agarrarla.
–¿Y?
–Pues lo de siempre, que la maldita pinza se cayó al patio, para variar. Ni sé cuántas he perdido en el último mes.