Mi madre me advirtió. “Ten cuidado y mira dónde vas a vivir, los edificios son muy tramposos”. Yo no entendí eso de las trampas y supuse que se refería a que no hubiera humedades o que el viento no se filtrara por las rendijas de puertas y ventanas. La casa cumplía con esos requisitos y con muchos más: espacio abierto, muebles originales de principios de siglo, una ventana orientada al oeste junto a la que leer al final del día… Todo era perfecto. Solo tenía una pega: la cerradura del portal se atascaba, sobre todo cuando más prisa tenía. El portero me prometió arreglarlo mil veces. “Un poco de aceite lubricante y listo”, decía. Pero el aceite no llegaba. Y aquella noche, en aquel callejón sin más escape que el portal, el filo de una navaja relució bajo el brillo de una luna anaranjada.
