Hablemos de las reglas de tres.
He calculado –es un cálculo aproximado, mental, a ojo de buen cubero como quien dice, no se piensen que voy a todas partes con un cronómetro en la mano registrando mi actividad diaria al segundo– que dedico una media de quince minutos al día a maquillarme. Quien dice maquillarse dice embadurnarse el rostro con potingues multicolores varios, pasar por el taller de chapa y pintura, dismular algún defecto o, directamente, cambiar de personalidad y hasta de raza si me apuran. ¡Vaya miseria!, dirán algunos. A la vista de los resultados tal vez estén en lo cierto ¡Qué barbaridad!, dirán otros, los simpáticos, los que halagan, los de «no hay nada como un rostro al natural», los que viven de espaldas al mundo y sus valores estéticos. En mi humilde opinión, yo creo que ni tanto ni tan poco, aunque no me corresponde a mí valorarlo. Baste con decir que salgo a la calle sin avergonzarme –al menos por causa de mi maquillaje, el resto de asuntos no tienen cabida aquí–.
Pero de lo que yo quería hablar no es de maquillaje, sino del tiempo. Bien es sabido –gracias, Einstein– que el tiempo es relativo. Quince minutos pueden suponer una gran diferencia o ser algo despreciable. En quince minutos puedo preparar y degustar –degustar es a beber lo que experiencia culinaria es a comer un menún del día– un café con leche batida, o puedo darme una ducha rápida para relajarme a la vuelta del trabajo. En quince minutos puendo no haber decidido qué hacer a continuación o el autobús de turno puede dar por supuesto que hacerme esperar ese tiempo ni es retraso ni es nada. Puedo pasar quince minutos seguidos jugando al Candy Crush y haciendo de mi vida algo intrascendente –aquí, quien dice quince minutos, bien puede decir hora y media de enajenación absurda y adictiva de la que me arrepiento incluso mientras estoy en ello pero de la que no termino de desengancharme–. En quince minutos la novela que estoy leyendo puede sufrir un vuelco en los acontecimientos que dé al traste con todas mis percepciones y opiniones previas. Dicho de una forma simple: quince minutos pueden ser la hostia. O no.
Sumergiéndonos en el mundo matemático, quince minutos al día vienen a ser –lo de vienen a ser es una forma de hablar; no vienen a ser: son– ciento cinco (105) minutos a la semana, cuatrocientos ciencuenta minutos al mes (450, supuesto un mes de treinta días. No nos pongamos tiquismiquis) y cinco mil cuatrocientos setenta y cinco minutos al año (5 475, año no bisiesto. Idem–. Arrejuntando un poco la cosa, hablamos de algo más de noventa y una (91) horas al año. Es una cantidad más manejable con la que nuestra mente hace cábalas con más facilidad. Resumiendo: que dedico casi cuatro (tres coma ochenta, si queréis precisión) días al año a maquillarme. Ahí queda eso.
En otro orden de cosas, he sido una excelente mecanógrafa, aunque ahora mismo me encuentre sumergida en cierto momento de torpeza dactilar del que espero despertar en breve. En mis mejores momentos he sido capaz de mantener un ritmo sostenido de hasta setenta y seis (76) palabras por minuto, lo que no está mal aunque queda lejísimos del record Guiness de Barbara Blackburn quien, en 1985, mantuvo una velocidad media de ciento cincuenta (150) palabras por minuto durante cincuenta (50) minutos, con picos de velocidad de ciento setenta (170) palabras por minuto –y un porcentaje de error del 0,2 %, no nos olvidemos de este dato, porque si no a lo mejor nos gana un mono aunque no escriba nada trascendente. O sí. Démosle una oportunidad a los primates–. Aplicando de nuevo las reglas de tres, en esos casi cuatro días al año podría escribir cuatrocientas quince mil ochocientas setenta y dos palabras (415 872), lo que viene siendo unos mil cuarenta folios (1 040). He partido de la base de unas once palabras por línea y de treinta y dos a treinta y cinco líneas para un folio de tamaño estándar DinA4 y con una letra también estándar. Pongamos una arial 12 con espaciado de 1,5. Todo muy subjetivo. Podéis hacer vuestras propias suposiciones o estimaciones si lo véis útil. Y, ya que nos hemos puesto a generalizar a lo loco, podemos decir que eso son, al menos, dos best sellers o una ingente cantidad de microrrelatos. Cada loco con su tema.
¿Y a qué viene todo esto? Viene a que si la vida fuera tan sencilla como hacer reglas de tres, y mi mente trabajara la mismo ritmo al que lo hacen mis dedos, hace tiempo que sería una escritora de renombre. O al menos una escritora con una producción copiosa. Y ya.