Los niños del pueblo esperan el día que llegue el circo con impaciencia de taconeo, de mirar cómo se escurre la carretera de la vista. Para algunos será su primera vez, pero han oído hablar tanto de ello durante los últimos meses que no dudarían en jurar ante cualquiera que han asistido en más ocasiones que años tienen. Entre todos los espectáculos de la pequeña feria que recorre la comarca quieren ver al lanzador de cuchillos. Andrés, el chico mayor, dice de él que es “un hombre de verdad”. El resto no saben a qué se refiere pero hacen como que sí y se dejan llevar por su entusiasmo.
―¡Ya veréis, ya! ―les dice―. Va vestido entero de blanco y lleva un fajín rojo que le da varias vueltas a la cintura. Lleva el pelo largo, ¡como las mujeres!, y los ojos pintados de negro. Mi padre dice que es maricón, pero yo creo que es envidia, porque él no sabe lanzar cuchillos. Los lleva en una funda de cuero marrón que le cuelga de la cintura. Tienen el mango brillante, mi abuelo dice que es de nácar tallado, aunque no sé qué es eso, pero se parece un poco al altar de la iglesia, pero con destellos. Cuando no los usa, los lubrica con un aceite que guarda en una botellita y un paño de algodón. El año pasado le preguntó a la costurera si no tendría algunos trapos viejos que pudiera usar y ella le dio una bolsa entera.
―¿Y hay payasos y trapecistas? ―le pregunta otro niño.
―¿Payasos? ¿Trapecistas? ¡Bah! ¡Tú que sabrás lo que es bueno, si eres un retaco! ―le contesta indignado Andrés, con fuego en los ojos, retando a cualquiera a que le lleve la contraria a él, el más ferviente defensor del artista―. El lanzador de cuchillos, ése es a quien hay que ver. El resto son sólo comparsas. ¡Y su asistente! ¡No habéis visto nunca una mujer como esa! —En realidad, Andrés no había visto a una sola mujer sino a varias, porque el lanzador de cuchillos cambiaba de partenaire con bastante facilidad.― Es una mujer preciosa, no como las de aquí. ¡Va casi desnuda! ―Al resto de niños se les abren los ojos como platos, mientras que las chicas ponen los ojos en blanco con fingida incredulida, o bien fruncen el ceño con maldisimulado disgusto ante el comentario―. Lleva un bañador de media manga, le llega hasta aquí ―dice, señalando con el dedo a unos centímetros por debajo de su hombro―. Y es de rayas blancas y negras. Y en la cabeza lleva un cascote de raso rojo con un enorme penacho de plumas negras que le hace parecer mucho más alta. Y guantes, también lleva unos guantes rojos, que le llegan más arriba del codo.— El resto de los chicos se dejan llevar por sus fantasías. En su pueblo, ninguna mujer enseña más de las rodillas, salvo que tengan un descuido al sentarse o que vayan en bicicleta, algo que sólo está reservado a aquellas que transportan alguna carga, como la mujer del tendero o la señora Arrieta, que reparte por las mañanas los huevos frescos que ponen sus gallinas y con los que sale adelante más mal que bien.― ¡Ah! ¡Y zapatos con unos tacones que parecen agujas de tejer!—, remata Andrés.
Con tales explicaciones, todos están deseando que llegue el circo al pueblo. ―Cuando lanza los cuchillos ―continua―, oyes el metal arañando el aire, es como el ruido que hace el afilador cuando roza el filo con la muela, pero más suave. Parece que va a atravesar a la chica, que está atada de pies y manos sobre un tablón de madera con una diana roja y blanca, pero no, siempre se clava en el listón, justo junto a su cara, o su brazo, o entre sus piernas. Y el sonido cuando la hoja atraviesa la madera es seco, como cuando partes leña, y hace que des un brinco, porque por un momento piensas que ha fallado y puedes imaginar la sangre que sale de las heridas. Entonces el lanzador se gira, con mirada seria, y se acerca a la chica, suelta las correas que la sujetan y ella con un saltito muy gracioso cae al suelo, le coge la mano y la levantan así, unidas, en un gesto triunfal. Yo también seré lanzador de cuchillos, ya veréis. Estoy practicando con un listón y la navaja de desollar de mi padre—.
Los demás chicos le miran con admiración, pues ninguno se ha atrevido todavía a manejar un cuchillo, aunque todos se mantienen cerca de sus padres, tíos y abuelos para ver cómo tallan la madera, deshuesan, cortan cinchas y podan las ramitas que destacan, rebeldes, en los parterres. En el pueblo es tradición que a los chicos, cuando se les considera lo suficientemente adultos, se les regale una pequeña navaja y se les permita, poco a poco, introducirse en el mundo de los hombres. Pronto desplumarán, trincharán y tallarán ellos también, pero de momento sólo Andrés tiene navaja, porque es el mayor de todos.
Se oye a las madres gritar desde la ventana, llamando sus hijos a la mesas para cenar, y el corrillo se dispersa cuando está a punto de caer el ocaso. Andrés, antes de irse hacia su casa, la última del pueblo, la que está sobre la colina que linda con la iglesia, mira interrogante a Inés, su compañera de pupitre de la escuela, que le hace un gesto afirmativo y se va corriendo tras él, sus trenzas atadas con un lazo de raso azul golpeando su espalda en cada paso.
A la mañana siguiente, después de buscar sin descanso durante toda la noche, el alguacil y un grupo de hombres de su pueblo y de otros colindantes por fin logran dar con Andrés, agazapado bajo una encina en el lindero del bosque sur, llorando y sorbiendo un río de mocos. Tratan de que reaccione, le agitan con fuerza, pero él sólo repite una y otra vez que ha ensayado mucho, y que cuando el lanzador de cuchillos del circo le vea, le invitará a ir con él y le regalará un traje blanco con fajín rojo. Porque él puede atravesar una manzana sin fallar a más de diez metros una, dos y veinte veces seguidas.
Inés es el único testigo de su mentira. La navaja, que Andrés afila todas las semanas como le ha enseñado su padre, está firmemente clavada en su vena carótida. La niña aún sostiene una redonda manzana verde en su mano derecha y un rojo intenso ha teñido los lazos de sus trenzas.
Ese año el lanzador de cuchillos no participará en la exhibición del circo. Las autoridades locales han prohibido su actuación, por temor de que otro niño pretenda emular sus hazañas. Lo que no saben es que el rasgar de los cuchillos ya resuena en la imaginación de todos desde que oyeron las historias de Andrés.