Como cada noche, se sentó frente al espejo de su tocador. Ya ni siquiera recordaba cuándo fue la primera vez, otro efecto secundario de su tormento. Cogió un peine nacarado de púas romas por el uso y con movimientos mecánicos dejó que se deslizara atravesando los mechones de su cabello, desde el nacimiento de las raíces hasta la más larga de las puntas, a un ritmo sereno. Contó todas las pasadas hasta llegar a cien, creyéndose ella también la princesa de un cuento. Tras cada repaso se miraba en el espejo y sonreía, imaginando las estructuras arquitectónicas que coronarían al día siguiente su cabeza: trenzas de espiga, ladeadas o clásicas, coletas bajas, moños altos estirados o más bien despeinados…
Al llegar a la centena abandonó con cuidado el peine sobre una bandeja de plata, y dejó resbalar su mirada hacia el último parte médico olvidado a su suerte en el suelo de la habitación. Su sonrisa se sumergió en lo profundo de su garganta que se cerró a su paso para que el gemido que nacía no escapara a la superficie. Se quitó la peluca, la dejó sobre un busto expectante y cerró los ojos ante el cráneo descarnado que reflejaba el espejo.