Ahora que tengo tiempo para pensar en ello, sigo sin saber explicar por qué empecé con las visitas. Me gustaría decir que fue algo superior a mí, algo que no podía controlar, y en verdad creo que llegó un momento en que así fue. Pero no al principio. Al principio podría haberlo dejado, podría haber recogido del suelo de la sala de espera la revista de turno, abandonada a su suerte, manoseada hasta la saciedad; podría haber hojeado con desidia las fotografías de boda del último chimpancé o del bautizo de su sucesor; podría haber abierto el ordenador y haber jugado durante horas a cualquier tontería de las que ocupan el cerebro y no te dejan pensar. Pero no. Hice lo que hice de forma consciente y no hay lugar a excusas.
El ambiente era oclusivo, agobiante. El olor a rancio se extendía sin control por todas las plantas del pabellón de geriatría. El pabellón de la muerte, le llamábamos todos, nunca en voz alta. Ese nauseabundo perfume, que resistía a pesar de las constantes limpiezas con desinfectante, ese olor en concreto, me repelía y me obligaba a alejarme. Esa era la excusa que ponía, la del hediondo olor, pero la verdadera razón por la que me iba de la habitación era porque mi madre se moría. Una madre a la que no había visto en cuarenta años y a la que, sin embargo, me sentía unida. Una madre cuya inminente muerte me provocaba un dolor que no podía controlar, que me cerraba la faringe y me dificultaba respirar, como si apenas quedase oxígeno en la atmósfera, como si la que estaba a punto de morir fuera yo. No sabría decir si lo que me colapsaba, lo que derruía mi ánimo eran los pocos recuerdos que aún guardaba de ella o la ausencia de todos los que deberíamos haber compartido. Pero el hecho es que llegó un momento en que no pude soportar más la vigilia y tuve que salir al pasillo.
No sé si la monocromía del espacio era debida al ahorro de materiales o a la vagancia del diseñador del hospital. Todo, las paredes, las puertas, los letreros que señalaban el número de la habitación, y por extensión el nuevo nombre del paciente, porque hasta su propio nombre perdía para ser sustituido por una cifra, todo era azul deslucido o blanco roto. Había momentos en que, si estaba demasiado cansada, no era capaz de distinguir en qué planta me encontraba, en qué habitación, al ser todo tan similar.
La primera vez que me arriesgué a salir de mi encierro eran aproximadamente las cuatro de la mañana. Era una hora tranquila, cuando los pacientes con esperanzas de regresar pronto a sus casas dormían por fin y el resto estaban lo suficientemente sedados como para no preocupar ni a familiares ni al personal. El silencio se veía sin embargo roto con pequeños gemidos, sonidos que fueron en su día gritos de dolor, pero cuyos dueños ya no tenían voz ni energías para convertirlos en un lamento en condiciones. Me asomé con cuidado al pasillo, primero la cabeza, mirando a derecha e izquierda, asegurándome de que nadie me viera. Al cabo de unos segundos, minutos tal vez, ya que el tiempo va a otro ritmo en un hospital, a veces más sosegado, a veces imperioso, me decidí a salir y avancé lentamente, de puntillas, ladeando mi cabeza hacia la derecha, buscando ampliar la intensidad del gemido y orientarme mejor, hasta que finalmente di con la habitación 305.
El hombre que la ocupaba estaba ya casi consumido. Tantas horas en el hospital dan a aquellos que no son sanitarios una percepción única sobre el tiempo de vida que le queda a cada persona con la que se cruzan. No había nadie en su habitación, de una sola cama. Me senté a su lado, asegurándome de cerrar la puerta tras de mí. Abrió los ojos con cansancio, apenas una franja de sus pupilas asomaba bajo los párpados contraídos, resecos, y una suave sonrisa de reconocimiento apareció en su rostro. Mucho más tarde comprendí que no me había confundido con un familiar o un conocido, como pensé al principio, sino que había reconocido en mí a alguien con quien hablar. Me incliné sobre él y le pregunté si necesitaba algo. Me pidió un vaso de agua. Cogí el vaso de la mesa auxiliar, lo rellené en el baño y se lo acerqué, no sin antes sumergir en el líquido una pajita para ayudarle a sorber. Después de beber, se dejó caer con un suspiro sobre el lecho y se quedó dormido nada más tocar la almohada su cabeza. Yo dejé el vaso sobre la mesa y volví a mi habitación, sin que nadie supiera de mi incursión nocturna. Al día siguiente el hombre falleció. Me inundaron sentimientos de tristeza y de alegría al mismo tiempo, al recordar que tal vez yo le había dado su último regalo, su último momento de atención. Afortunadamente, personas enfermas sobraban en ese edificio.
Así empecé una rutina que ha durado hasta el accidente. Cada noche, cuando mi madre dormía sometida por el efecto de barbitúricos, ansiolíticos y un sinfín más de medicamentos, yo salía de su habitación y buscaba a pacientes desvelados y sumergidos en dolores de diversos orígenes. Me sentaba a su lado y les preguntaba por su estado, su familia, sus sentimientos; me ofrecía a ahuecarles la almohada o a estirarles las sábanas; les brindaba un trago de agua o un pañuelo de papel con el que sonarles los mocos o secarles el sudor que perlaba sus frentes.
Llegó un momento en que ya no sentía la necesidad de esconderme. Entraba en las habitaciones a plena luz del día, segura de que, si alguien me veía, me confundiría con un familiar atento y cariñoso. Mientras, mi madre pasaba cada vez más y más horas abandonada, sin que yo sintiera remordimiento alguno. Supongo que los médicos y enfermeros creían que necesitaba sentirme útil y que de esa forma mataba más fácilmente las largas horas en el pabellón, pasando de una a otra planta. Además, el que yo estuviera pendiente de tanta gente les hacía más liviano su trabajo y se ahorraban las llamadas de gente aburrida, sola, que buscaba cualquier excusa para lograr unos minutos de compañía.
En realidad, yo no buscaba ayudar a nadie más que a mí misma. Quería mitigar mi dolor con otros dolores, hundirlo en lo más profundo de la consciencia y olvidarlo, tapado con historias de soledad, tristeza y muerte. Me alegraba por cada nuevo paciente que ingresaba, por cada nueva desgracia que asomaba un día sí y otro también por el pasillo en forma de gemidos, gritos y lloros. Me convertí en lo que me dio por llamar “una aspiradora de dolor”.
Al cabo de unas pocas semanas, mi madre falleció. En ningún momento ni los médicos ni yo habíamos esperado un final distinto, por lo que no fue una situación que me desolara. Todos los trámites estaban ya acordados con la funeraria y el sepelio se celebró un par de días más tarde, con apenas una docena de asistentes, que se acercaron a mí con incomodidad, sin saber bien cómo darme el pésame, ya que ni yo los conocía ni ellos habían oído jamás hablar de mi. Creo que la llamada de socorro de mi madre fue una consecuencia de saber que se acercaba el final, una necesidad de reconciliarse con todo y con todos, como si de repente las manillas del reloj aceleraran su curso.
Con su muerte, no supe cómo volver al hospital. Ya no había excusas que sirvieran para ir rondando de una habitación a otra. Al principio me ofrecí voluntaria para ayudar en distintas clínicas y hospitales, pero eso me obligaba a ocupar el tiempo en tareas que no quería hacer, en lugar de disfrutar de mis ratos de soledad con los enfermos y sus charlas sobre achaques y soledad. Tuve que buscar otra solución.
Me arrojé delante de un coche el pasado veintiséis de enero. Un día como otro cualquiera. Busqué a propósito una fecha que no coincidiera con cumpleaños, aniversarios, ni celebración de ningún tipo. Llevo desde entonces ingresada en el hospital, con varios traumatismos en cráneo, cadera y ambos fémures. Todas las mañanas los enfermeros me trasladan de la cama camilla a una silla de ruedas, y con ella paseo por los pasillos, por el parque adyacente al pabellón, hablando con todos los enfermos que encuentro.
Sin embargo, en los últimos días, ya no salgo demasiado de mi cuarto. Hay un joven muy amable que viene a verme a la habitación cada tarde y charlamos durante horas. Es encantador, y me hace muchas preguntas.