Mónica Ojeda: En Las voladoras me interesa la violencia discursiva.

2021 está siendo un año de relatos cortos mayúsculos. Me da cierta pena, porque sigo encontrando reticencias a la hora de recomendarlos. «¡Lea usted a Mónica Ojeda, por favor!» «¡Lea Las voladoras!». Espero no encontrar un eco recurrente al otro lado.

Las voladoras es una incursión majestuosa en el dolor femenino, en la violencia que enraíza como un todo lo físico con lo mental. Es una colección de relatos que generan rechazo e interés a partes iguales. Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) encandila en forma y fondo y dan ganas de releer su volumen una vez finalizado para buscar los detalles que se han perdido en su gótico andino. 

Mónica Ojeda

Las voladoras es una muestra de escritura telúrica 

Las voladoras es un libro muy enraizado en lo físico. Abarcas muchos temas que siempre llevas al cuerpo, a la tierra. Generas sensación de agarrar, de intentar sujetar emociones a través de lo físico.

Me interesa una escritura que sea un poco telúrica, en el sentido más estricto del telurismo: entender la tierra como un lugar de contradicciones, de la tierra sale la carne que nace, pero se descompone también. Por lo tanto, guarda el misterio de la fertilidad, pero también el de la podredumbre. Guarda aquello que más miedo nos da: la muerte, la desaparición, el disolvernos otra vez con el todo. Esta idea es también una suerte de continuidad en el mundo andino.

La muerte no es el fin, sino un volver al todo y una continuidad y transformar la materia de una cosa a otra. Un día eres una persona, pero mañana eres un árbol o eres parte de una flor o lo que sea. Es una visión también muy andina. Sobretodo creo que, como trabajo mucho con la violencia, las situaciones que trabajo en mis cuentos, que son muy violentas, me llevan necesariamente a lo primero que se daña, el cuerpo, y a eliminar esa falsa dicotomía entre mente y cuerpo. Todas las heridas del cuerpo son heridas psíquicas y viceversa. Por eso hay tanta fisicidad: porque cuando uno habla de violencia está hablando necesariamente de cuerpos dañados, de cuerpos violentados.

Sé que se está insistiendo mucho en ello, pero una de los aspectos más llamativos y potentes de muchas autoras sudamericanas, al margen del contenido, es que hacéis uso de un lenguaje más metafórico frente a la opción en ocasiones más simplista o directo de las españolas. Es un lenguaje algo más rocambolesco si quieres, que fuerza un poco más al lector a pensar en lo que estáis contando y que me parece muy bello.

En el fondo tiene que ver con poéticas de escritura, con las formas en las que cualquier escritora o escritor se enfrentan a la palabra. Hay escritores que me fascinan que trabajan con un lenguaje bastante preciso, de oraciones cortas, de pocas metáforas, pero muy buenas cuando aparecen, como Federico Falco, Alejandro Zambra o Selva Almada.

Luego hay escritores que tienen otra poética en la que yo me suscribo, donde nos gusta que el lenguaje sea sensorial: que evoque ritmos, sensaciones… que el lenguaje cuente no solamente qué se está narrando sino que también acompañe eso que se está contando no como mero instrumento, sino como algo en sí mismo: un pulso, un ritmo, una especie de música. En eso creo que creo que estoy emparentada ya con escritoras que también escriben de esta manera, como Fernanda Melchor o Ariana Harwicz. Las lees y sientes que hay una búsqueda del sonido, un entender que la literatura es una experiencia no solo de contenido, sino también formal. Ahí es cuando de repente salen cosas que son muy interesantes.

La violencia de la pérdida es insoportable 

No se si está buscado el orden de los cuentos dentro del volumen. No sé si ha sido idea tuya, si fue Juan Casamayor o las personas a quienes hayas podido consultar quienes te han incitado a ello. Todas las protagonistas de tus cuentos son mujeres excepto en el último relato donde además nos encontramos una estructura muy distinta de los demás.

Cuando yo le presenté el manuscrito a Juan ya estaba decidido el exacto orden de los relatos salvo por el que da nombre al libro, Las voladoras, que yo no había puesto al principio. En mi orden estaba primero Sangre coagulada pero Juan me propuso la idea basándonos en la atmósfera del libro y me pareció una genialidad. Ese ha sido el único cambio.

Tenía muy decidido desde el principio que El mundo de arriba, el mundo de abajo fuera el cuento que cerrara el libro. Es mi cuento favorito, protagonizado por este padre chamán en medio del páramo. Emocionalmente es mi favorito. Es un cuento muy distinto porque los demás son historias de violencia de un cuerpo o de unos cuerpos sobre otros, mientras que este cuento es violento también pero de otra manera. No es un cuerpo poniéndose encima de otro o ejerciéndole un dolor, sino más bien la violencia de la vida que en cualquier momento te arrebata a alguien que quieres.

Es esa violencia del dolor que sufres ante la pérdida, ante el duelo. Es una pérdida insoportable. Me gustó mucho escribir ese cuento porque, más allá de que sea una especie de western zombi-andino, lo que a mí me interesaba era esa experiencia emocional de resistencia ante el dolor, de decir “No, esto no me puede pasar a mí, yo no puedo estar perdiendo a alguien a quien amo”.

La idea de revivir a una persona con palabras a través de un conjuro era muy potente porque llevaba mucho tiempo pensando en que escribir es como hacer conjuros, es como desear que con la escritura fuéramos capaces de levantar un muerto. A veces escribimos sobre gente que hemos perdido como si quisiéramos levantarla a través de la memoria, a través de las palabras. Siempre es un fracaso, por supuesto, porque no ocurre, no podemos levantar a un muerto con las palabras. Pero hay ese deseo. Es muy conmovedor  cuando la palabra guarda ese deseo de hacer cosas más allá de las que puede hacer.

Mis protagonistas se fortalecen al sufrir violencia, aprenden tácticas de supervivencia

Al margen de ese último, el resto son relatos de violencia, principalmente contra la mujer. Pero los hombres que retratas, los hombres que están detrás de esa violencia, a pesar de ser crueles, no parecen especialmente fuertes. También a su vez son pobres hombres, por decirlo de alguna forma. Hay una especie de malversación, en el sentido de que no es la figura contrapuesta del fuerte y del débil. Los dos son débiles, uno más que el otro.

Sí, sí, totalmente. Hay un verso de Yuliana Ortiz, poeta ecuatoriana que me gusta mucho: “Papá, sólo los débiles sobrevivimos”. Las mujeres de estos cuentos sufren unas violencias tremendas. Están en situaciones muy hostiles. Tienen que convivir con la sangre, con el abuso, con un montón de cosas. La mayoría de estas situaciones vienen de parte de hombres. Pero, paradójicamente, al sufrir esta violencia se fortalecen, aprenden tácticas de supervivencia y en algún momento del cuento las cosas giran y son ellas las que las que consiguen de una u otra manera persistir. Y ellos no.

Me da miedo lo que hace la violencia con las personas que la sufren

Esta paradoja es algo que me interesa: quien aparenta ser más fuerte en realidad está en el lugar de poder y no sabe las tácticas para sobrevivir cuando esté en el lugar del débil. El débil, sí. Hay algo que me interesa mucho del tema de la violencia que trabajo insistentemente en todos mis libros y que es un miedo personal, mío, y por eso se refleja en todas mis historias: Me da mucho miedo lo que hace la violencia con las personas que la reciben. Es difícil recibir violencia y no verte transformada por esa violencia y convertirte en una persona que ojalá no fueras. Es decir: no terminar de cierta manera afectada por ella en mal sentido. Lo vemos en muchísimos casos, como en niños que son abusados y luego hacen bullying a otros niños.

Hay algo en la violencia que es tremendo. No es algo lineal: victimario – víctima. Es victimario – víctima – víctima que se convierte en victimario… Para mí es una pesadilla. Como mujer, las veces que he recibido violencia, lo que más miedo me da cuando alguien ha sido hostil conmigo o me ha agredido es cuando meses después, o un año después, me veo haciendo algo similar. Me paralizo, recuerdo como me lo hicieron y de repente me da un miedo ontológico.

Las protagonistas de mis historias a veces están un poco condenadas. A través de esa violencia se dan cuenta de que se han convertido en aquello que las ha destruido y es por eso que han podido destruir al que les ha destruido, porque ahora son agentes de destrucción. No son cuentos maniqueos en ese sentido, donde las víctimas son sólo víctimas y los victimarios son sólo victimarios. Esto va cambiando.

La palabra es capaz de destruir, es un signo de la violencia discursiva 

Uno de los cuentos, aunque el arranque viene dado por la acción de un hombre, trata el tema de la falta de sororidad entre mujeres. Ahí pones al descubierto que esa relación que se vende tan idílica entre mujeres tampoco es tal: como mujer no tienes que estar apoyando o no apoyando a otra mujer. Además lo vistes con muchas cuestiones como la religiosa, el culto al cuerpo, el deseo… Se concentra todo en cuatro mujeres.

Además trabajo con unos personajes de una determinada clase y de un determinado mundo, un mundo religioso, una familia tradicional… Es un cuento donde se habla mucho sobre la forma en la que el patriarcado ejerce violencia discursiva sobre las mujeres sin que aparezca nunca ningún hombre mencionado. El patriarcado y todo lo que lo que representa se ve reflejado en lo que ellas dicen, está funcionando a través de las voces de mujeres, de cómo está estructurada su psique, o de qué manera ellas perciben el mundo y son crueles entre ellas porque eso es lo que les han enseñado.

Lo que me interesaba del cuento era trabajar con algo que para mí era muy importante: cómo la palabra es capaz de destruir. El personaje de Ana se auto describe de una manera tremenda y quería que los lectores tuvieran la sensación de que nadie puede sobrevivir a describirse a sí mismo de esa manera, ni su dignidad, ni su autoestima, ni nada. Es una especie de suicidio lingüístico, un suicidio discursivo. Es posible que uno con la palabra se aniquile, se elimine, se deje al nivel del suelo. La palabra no es inocua, es capaz de herir profundamente y creo que, de una u otra manera, todas las mujeres hemos vivido esa experiencia de ser muy crueles discursivamente con nuestros propios cuerpos por cómo se ha trabajado el cuerpo de las mujeres socialmente.

Intento deconstruir un discurso idealizado sobre el hogar y la familia 

Otra cosa que me llama mucho la atención y que me ha recordado un poco a Angela Carter es que hay cierta atemporalidad en los cuentos. Sí hay uno que menciona el tema de la presión de las redes sociales, pero, en general, no están vinculados a un tiempo concreto. Podemos hablar de los ochenta, de los noventa o siguen siendo válidos en el momento actual.  

Vivimos en un mundo en donde todavía están pasando estas cosas. Por eso se da esa sensación de que podría estar hablando de los ochenta o los setenta incluso. Los temas y las situaciones que aparecen son contemporáneas y, lamentablemente, yo no veo que vayan a terminar en un futuro, salvo determinados casos con los sí tengo esperanza, como la abortera.

Tengo esperanza de que en Ecuador consigamos legalizar el aborto. Eso sí que creo que puede cambiar. Pero la violencia, las agresiones, el nivel de hostilidad que uno vive en las relaciones íntimas, familiares, no creo que vaya a desaparecer nunca. Vivimos en un mundo donde tratamos de deconstruir discursos muy idealizado sobre la familia y sobre el hogar. Ahora las estadísticas nos dicen mucho sobre qué es lo que pasa en las casas, cómo los niños son abusados mayoritariamente en sus casas o en sus colegios por la gente en la que más confían, o que las mujeres son asesinadas por sus parejas y amigos… Esa idea de la casa como un lugar seguro se ha caído y de una u otra manera creo que terminamos pensando en los peligros de la intimidad.

No solamente en Las voladoras; en toda mi narrativa trabajo insistentemente en los peligros de la intimidad, en los horrores derivados de la violencia que uno puede recibir del ser que ama y cómo precisamente está más inerme ante esa persona.

Todas las relaciones afectivas pueden convertirse en violentas; hay que estar atento 

Si ya es difícil acallar una violencia en un espacio público donde nos sentimos desprotegidos porque a veces pasa algo y, aunque haya gente alrededor, no ayudan, ¿cómo podemos acallar ese dolor que ocurre en un campo privado donde, si no lo ven, nadie se preocupa?

Es un tema que me obsesiona y no tengo respuesta. Es muy fácil decir desde fuera a las personas que están metidas en relaciones de deseo y de agresión “sal, pide ayuda”.

Además, los niveles de agresión son muy distintos. Uno puede vivir en una situación de agresión con su madre sin que su madre nunca le levante la mano ni le golpeé. No solo hablamos de parejas, sino también de familiares y amigos. A veces no hay golpes de por medio; hay situaciones de agresión discursivas.

Creo que eso se da si en las relaciones afectivas uno no está cuidando todo el rato la situación de poder. Entonces las relaciones afectivas se terminan convirtiendo en jerarquías y esas jerarquías están atravesadas por el poder. Y cuando uno tiene demasiado poder sobre otro tiende a usarlo para mal. Pienso en relaciones que ya vienen jerarquizadas, como las familiares. Por ejemplo, la relación madre e hija es una relación ya jerarquizada donde la madre tiene un poder sobre la hija que siempre va a ser más pequeña. Subvertir eso, construir relaciones sanas entre madres e hijas, padres e hijos y padres e hijas es muy difícil, toma toda la vida y a veces no lo conseguimos.

Hay personas que sí lo consiguen, personas que no, que tienen siempre relaciones conflictivas con sus padres… Es un error que nos sigamos engañando discursivamente y digamos que no, que el amor verdadero no tiene ningún tipo de violencia. Todas las relaciones afectivas tienden a poder convertirse en violentas en cualquier momento y hay que estar atento. Creo que las relaciones amorosas más sanas no son aquellas que están desprovistas de agresión, sino aquellas que están atentas constantemente para que cada vez que salga un mínimo de agresión, recular y hacer el menor daño posible.

Quiero creer que la labor de purificación del dolor es necesaria 

Fruto de todo esto es que son relatos un poco desesperanzados. No hay finales felices y tampoco se espera que lo sean a medio plazo. Eso descorazona y duele mucho porque no hay una luz al final del túnel.

Son relatos que están enfocados en momentos muy específicos de los personajes, donde todavía no encuentran ninguna posibilidad de entender, de salir. Pero yo quiero creer que, por ejemplo, en el último cuento, donde al final el hombre se resigna a la pérdida, hay un cambio y después de después de todo hay una disminución del dolor. Es la idea de que hay que entrar en el dolor para pasar el dolor. No se puede eludir. Siempre te terminas encontrando con él. Hay que hacer esa labor de purificación, hay que atravesarlo y salir del otro lado. Los otros cuentos terminan en una en situación en la que los protagonistas no han salido. Pero son momentos. El hecho de que hayan sobrevivido, hayan conseguido sortear o encontrar las tácticas de supervivencia me da la esperanza de que no siempre van a estar ahí.

las voladoras, Monica Ojeda, paginas de espuma

  • Título: Las voladoras
  • Autor: Mónica Ojeda
  • Editorial: Páginas de espuma (más información del libro aquí y puedes leer un fragmento aquí)
  • 128 páginas. 15,00 Euros (formato papel); 5,99 euros (formato electrónico)

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